Luego del 25 de mayo de 1810, las islas continuaron en manos españolas hasta que en 1811 el gobernador Elío de Montevideo dispuso abandonarlas. Fueron muchas las cuestiones de las cuales debió ocuparse el gobierno revolucionario –informar de lo acontecido a todos los pueblos del Río de la Plata; sostener la defensa del territorio ante los realistas; dotar de organización a los territorios que pretendían descolonizarse-, por eso estuvieron imposibilitados de ocuparse de lo que acontecía en regiones tan alejadas.
Las Provincias Unidas heredaron los títulos jurídicos de España y esto las habilitaba a dotar a las islas de administración y gobierno. La continuidad del dominio de las islas por parte del gobierno de las Provincias Unidas se fue haciendo realidad a través de permisos de caza y pesca; de concesiones para explotación ganadera y, finalmente, la organización de una comandancia.
Según registros obrantes en el Archivo General de la Nación, en 1813, un bergantín inglés solicitó autorización para viajar hacia Malvinas y dedicarse a la caza de lobos marinos.
Hacia 1820, las noticias de barcos balleneros navegando por la zona, reavivó el interés del gobierno rioplatense por las islas. A fines de 1820, el coronel de marina David Jewett, fue comisionado por el gobierno de las Provincias Unidas para “[...] tomar posesión de las islas en nombre del país a la que éstas pertenecen por ley natural”. Izó el pabellón argentino en la desolada colonia de Puerto Soledad y dio a conocer a los pobladores y navegantes que el archipiélago pertenecía al Supremo Gobierno de las Provincias Unidas de Sud América. Este acontecimiento fue difundido a través de los periódicos de diferentes países.
Ante los excesos cometidos por los extranjeros, algunos funcionarios propusieron la formación de compañías nacionales para usufructuar de tan beneficiosa actividad. Así los explicaba el general Matías de Irigoyen:
“Ellos concurren anualmente desde primeros de agosto hasta fines de enero, y sin tener la menor consideración al período de veda para la reproducción, no solo matan para hacer sus cargamentos sino que destruyen á su partida para arruinar á los que aún quedan en faenas, y de este modo evitar la concurrencia en los mercados de venta. Los daños que resultan al país de esta conducta los preveé la razón mas común y á no tomarse medidas sobre este proceder las bestias marinas y anfibias vendrán á concluirse [...]”
En: Biedma, Juan José: Crónica histórica del Río Negro de Patagones (1774-1834), Buenos Aires, Contes, 1905, p. 476.
A partir de 1821, el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, reglamentó la explotación pesquera en las costas patagónicas, estableciendo que los pesqueros extranjeros que faenaran en esas costas debían pagar un derecho de seis pesos por tonelada (Ley del 22 de octubre de 1821, art. 2). Los capitanes de los buques no aceptaban pagar derechos de pesca. El gobierno bonaerense redobló la apuesta y, a través de los dos decretos de enero de 1822 y octubre de 1829, se prohibió la pesca en las costas de Patagones, hasta nueva resolución.
Jorge Pacheco había hecho la carrera de armas –primero como blandengue en Montevideo y luego participando de los ejércitos revolucionarios-, luego se dedicó a la actividad del salado de carne en la llamada chacra de Perdriel. Los negocios no funcionaron bien y fue auxiliado económicamente por Luis Vernet, un comerciante europeo instalado en Buenos Aires.
El Estado bonaerense adeudaba bastante dinero a Pacheco. El gobernador Martín Rodríguez le propuso el usufructo del ganado alzado en las islas Malvinas como forma de saldar esa deuda. Pacheco, a instancias de Luis Vernet, realizó una contraoferta: usufructuar la isla oriental de las Malvinas haciéndose cargo de la refacción de los edificios para ponerlos a disposición de las autoridades. En agosto de 1823, el gobierno acordó a Pacheco el permiso solicitado:
“[...] para transportarse a la Isla de la Soledad una de las Malvinas, y usufructuar en ella en los terminos que también propone, mas en la inteligencia que semejante conceción jamas podrá privar al Estado del derecho q.e tiene á disponer de aquel territorio del modo q.e crea mas conveniente á los intereses generales de la Provincia, y lo cual se verificará tan luego q.e sus recursos le proporcionen el poder de establecerse en él de un modo efectivo y permanente [...]”. El decreto llevaba las firmas de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia.
A partir de entonces, se comenzó a organizar la expedición: adquirieron barcos, contrataron jornaleros, fletes, seguros, etc. Estas erogaciones estuvieron a cargo de Luis Vernet.
Una vez que todo estuvo listo para zarpar, Pacheco informó al gobierno de Buenos Aires que, el capitán retirado Pedro Areguati, se había incorporado a sus filas y que solicitaba que se lo reconociera como comandante de la isla Soledad sin goce de sueldo. Realizaba este pedido porque consideraba que debía existir alguna autoridad que fuera respetada por los peones y los pesqueros extranjeros.
El capitán retirado Areguatí fue nombrado comandante de la isla y, según el decreto de nombramiento, debía hacerlo público entre los pobladores y mantener el orden en ese territorio. También se concedía a Vernet tierras en la Isla Soledad y de los Estados y a Pacheco en la parte sudeste de la isla, a cambio de que en el lapso de tres años levantaran en esas tierras una colonia.
El pedido de designación de un comandante era muy importante porque, de algún modo, dotaba a las islas de un gobierno que representaba los intereses y soberanía de las Provincias Unidas.
Compartimos la nota elevada al gobierno de Buenos Aires.