La conquista de América se inscribe en el período mercantilista que, en España, tuvo un sesgo monetarista muy fuerte. De ahí que la extracción de los metales preciosos se convirtiera en el sostén del régimen colonial durante los siglos XVI y XVII.
Por ende, el asentamiento español en América estuvo ligado a dos presencias fundamentales: la de las minas de oro y plata y la de grupos indígenas sedentarios muy numerosos que sirvieron como mano de obra.
Se puede decir que la ocupación selectiva del territorio no fue más que el resultado del interés del colono por ciertos recursos naturales. La América hispánica recibió, entre el siglo XV y mediados del XVI, una cuantiosa corriente de inmigrantes que se asentaron en aquellos lugares donde aparecieron los metales preciosos.
La colonización encontró estabilidad con el descubrimiento de las minas de Potosí, en 1545; y otras en la zona de Méjico. Esto no sólo determinó en el sur del continente el fin de la etapa de exploración y de frágiles asentamientos, sino el inicio de una particular estructura del espacio.
La localización, en el caso de la economía minera, fue determinada por el lugar donde existían los recursos. La producción de la minería debía llegar a los mercados exteriores por más que estuvieran muy alejados. Para ello, debían tener una fácil salida al mar y lograr cruzar el Atlántico. Los trayectos a recorrer eran largos y dificultosos, pero el valor del metal precioso justificó el pago de los altos costos de transporte. La necesidad de crear salidas hacia el mar generó la exigencia de establecer un sistema de rutas y la fundación de poblados, donde los viajeros pudieran descansar y abastecerse.
Asimismo, la actividad minera demandó una determinada cantidad de insumos, entre ellos, mano de obra, alimentos, vestimenta, viviendas. Como los lugares donde se encontraban los metales preciosos no eran siempre aquellos donde esos artículos se producían, resultó indispensable obtenerlos fuera de la región, generando ciertos circuitos comerciales entre los poblados recientemente constituidos.
En síntesis, fue la producción minera de los centros de Méjico y Perú la que reguló el sistema productivo y, de ellos, dependían zonas en donde se desarrollaba una economía de subsistencia. Por ejemplo, si consideramos el Virreinato del Perú, las áreas subsidiarias eran el norte del actual territorio de Chile, Ecuador y el noroeste de la Argentina.
En las zonas subsidiarias, el asentamiento del gobierno y la burocracia, requerían de la transformación de la agricultura de subsistencia a una economía de excedentes, permitiendo así cierta actividad comercial, como fueron la venta de cueros, sebo, trigo, etc., todos productos que interesaban a Lima y al Alto Perú –la zona de Potosí-.
Se organizó así el hinterland - área adyacente a un centro comercial, del que depende económica y culturalmente- limeñopotosino con un comercio interregional del que participaron, como proveedores de cueros, carne, textiles, aguardientes y carretas, los poblados de Córdoba, Tucumán y Cuyo. Buenos Aires se unió recién en 1620 (año en que se lo instituyó como gobernación), cuando una línea de postas la comunicó con Córdoba; pero durante este período, no tuvo gran importancia debido a que el circuito comercial más importante con rumbo a España, se realizaba por el océano Pacífico.
Luego de conocer la existencia del Cerro Rico, en 1546, Don Juan de Villarroel fundó la Villa de Potosí. Miles de personas provenientes de España, del Caribe y de otros puntos de América se establecieron allí, casi por asalto y en forma caótica, con la expectativa de enriquecerse rápidamente.
Funcionarios reales, aventureros, soldados, traficantes, marineros, extranjeros, indígenas, negros, esclavos, libertos, gentes de todos los oficios imaginables y de todos los niveles sociales y económicos se instalaron en los valles circundantes. Potosí se fue perfilando como el centro del sistema de producción de plata para ser destinada a la exportación y su ejido urbano creció con rapidez transformándose en una ciudad colonial hispanoindiana por excelencia.
Hacia 1565, Don Diego de Villarroel fundó en los campos de Ibatín (designación dada por los indígenas) un poblado que tomó ese mismo nombre. Los pobladores se instalaron en medio de una región boscosa, pero en 1685, la ciudad fue trasladada por Fernando de Mendoza Mate de Luna hacia un sitio más elevado, conocido como La Toma. La razón del traslado de la ciudad se debió al cambio del curso del río y a las inundaciones, al acoso de los indígenas calchaquíes y, fundamentalmente, porque el poblado había quedado excluido de la ruta comercial. La Toma estaba ubicada estratégicamente en el camino de unión entre el Río de la Plata y el Alto Perú, que convirtió a San Miguel de Tucumán en eje de las comunicaciones.
El 6 de julio de 1573, Don Jerónimo Luis de Cabrera fundó la ciudad de Córdoba, incorporándola a la provincia del Tucumán. La función de esta ciudad era la de proveer insumos (alimentos, vestidos y ganado mular al centro minero de Potosí) y también debía desempeñar una función de vinculación estratégica entre el Alto Perú y el Río de la Plata.
La primera fundación se emplazó sobre un asentamiento indígena en el valle de Quizquisacate, a orillas del río Suquía. Don Lorenzo Suárez de Figueroa, teniente de gobernador, trazó el plano original de la ciudad. Hacia 1608, se estableció el Colegio Máximo de los Padres Jesuitas y cinco años después, se instaló la Universidad, una de las más antiguas de América. En 1699, Córdoba fue sede del obispado del Tucumán. La ciudad fue centro administrativo, religioso y educacional de la región.
Los jesuitas también fundaron poblaciones en el noreste del actual territorio argentino. Los sacerdotes fueron administradores y organizadores de las misiones jesuíticas y atendieron las cuestiones espirituales, económicas, culturales, sociales y militares de los pueblos indígenas. Las misiones dependían del Gobernador de Buenos Aires, de la Real Audiencia de Charcas, del Virrey del Perú y del Rey de España.
Hacia 1617, el rey dividió las tierras del Plata en dos gobernaciones, constituyéndose la gobernación del Guayrá -en los límites de la actual República del Paraguay- y la de Buenos Aires. De esta última formaban parte los actuales territorios de Buenos Aires, Uruguay (Banda Oriental), Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, la Patagonia y el Gran Chaco. Esta división marcó un punto de inflexión en la historia colonial; para ella se tuvo en cuenta la decadencia de la Asunción, mientras Buenos Aires aumentaba su importancia, siendo de hecho, el centro de la población del Río de la Plata, su capital y su mercado. En 1620, se organizó el obispado de Buenos Aires. A mediados del siglo XVII, tanto Buenos Aires como Santa Fe, poseían 400 casas, todas de adobe con techo de paja, urbanización que cambiaría durante el siglo XVIII.
La fundación de las ciudades debía ser permitida por la Corona a través de la firma de contratos con los españoles conquistadores. Cuando llegaban a las nuevas tierras, el jefe de la expedición realizaba la toma de posesión en nombre del rey de España. Para ello, plantaba el "rollo" (un palo) que simbolizaba la justicia y el castigo, en presencia de los representantes de la Iglesia y de sus acompañantes. Luego, marcaba los límites que tendría la ciudad e indicaba cómo debía ser dividida.
Con posterioridad, se apropiaban del territorio adyacente a la ciudad -propiedad de las comunidades indígenas- y realizaban un reparto entre los españoles. Con la tierra iban incluidas las poblaciones a cuyos integrantes se los obligaba a trabajar, a pagar tributo y a reconocer el dominio español y la superioridad de la Iglesia Católica.
La fundación de las ciudades se realizaba según exigencias de las Leyes de Indias. Ésta era legislación sancionada por los monarcas españoles con la finalidad de regular la vida social, política y económica en el Nuevo Mundo. A continuación, se presentan los requisitos que las Leyes imponían para la fundación de ciudades.
De la población de ciudades y villas |
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