No existe interpretación histórica inocente. No podría ser de otro modo, ya que todo historiador es sujeto social de un tiempo histórico, de un espacio geográfico y de una ideología determinados, circunstancias desde las cuales mira al pasado. Así es que cada historia refleja tanto los sucesos pretéritos como la mentalidad de su autor-intérprete en el contexto de su producción.
De un lado, los acontecimientos vinculados con la llegada de los españoles a América y su instalación en este continente, han sido presentados desde la convicción de que América sólo era posible desde la naturaleza, la realidad o las potencialidades de “lo español”.
Discursos construidos en tal sentido nacieron en España entre los años 1898 (año de la independencia de Cuba, última colonia española en América) y 1930 con la intención de conformar un ideal de nación y de identidad nacional, ante el desastre colonial y la decadencia nacional española.
En este marco, la idea de América ocuparía un lugar relevante en el horizonte de la vida española a partir del desarrollo del panhispanismo, que ubicaba en América un imaginario unificador del catolicismo y de la afirmación nacionalista y, al amparo del cual, se desarrolló en las primeras décadas del siglo XX el ideal de la Hispanidad.
En la búsqueda de los orígenes de aquel imaginario americano, no se puede obviar la referencia a un acontecimiento que en ocasiones se señala como el primer gran proyecto oficial de recuperación del prestigio de España en América: la celebración del IV Centenario del Descubrimiento en 1892. En aquella ocasión, un real decreto firmado por la Regente doña María Cristina de Habsburgo, el 12 de octubre de 1892 en el monasterio de la Rábida, expresaba el claro propósito de instituir como fiesta nacional el aniversario del día en que las carabelas de Colón llegaron a las Indias.
En los primeros años del siglo XX algunos intelectuales españoles perfilaron las líneas básicas de un programa de revitalización de las relaciones entre España y América, imprescindible ante la debilidad española para encontrar un puesto relevante en el contexto internacional. Uno de los elementos de aquel proyecto de convergencia hispanoamericana era la creencia en una comunidad cultural, formada por España y sus antiguas colonias, por encima de desavenencias políticas y de los intereses comerciales. Desde esa creencia común en una afinidad colectiva hispanoamericana se invocaba una acción exterior de signo espiritualista y cristiano común a España y América frente al materialismo norteamericano y se apelaba a la gran masa de emigrantes españoles residentes en el nuevo continente que, por su posición en sectores económicos relevantes y por su integración en la sociedad americana, se constituían en el primer factor de la unidad hispanoamericana.
Esta identidad común supranacional impulsada por España, formaba parte importante del nuevo patriotismo que la convertiría en guía cultural y espiritual de América. Los rasgos generales que caracterizaron esta mirada fueron:
- la civilización moderna -la española en este caso- se autocomprendía como más desarrollada;
- la superioridad obligaba, como exigencia moral, desarrollar a los más primitivos.
- el camino del proceso educativo al que había que someter a los pueblos americanos debía llevarse a cabo teniendo como modelo a Europa;
- como el bárbaro se oponía al proceso civilizador, se debió ejercer en último caso, la violencia para remover los obstáculos para tal modernización;
- esta dominación produjo víctimas inevitables, con el sentido cuasi ritual de sacrificio salvador; tales los casos en que los indígenas oponían impedimentos a la predicación de la doctrina cristiana;
- por último, por el carácter civilizatorio de la acción desarrollada por España, se interpretaban como inevitables los sufrimientos o costos de la modernización de los pueblos atrasados, de las otras "razas" esclavizables.
Las opiniones y percepciones vertidas sobre América Latina fueron hechas propias por los intelectuales y políticos americanos que pretendían, a la vez, edificar y difundir determinados conceptos de identidad nacional en sus propios países.
En Argentina, en virtud de la conmemoración del Centenario del 25 de Mayo de 1810, se produjeron acercamientos con España. Como modo de afirmación de estas relaciones se recibió la visita de la Infanta Isabel, quien compartió los festejos con los representantes del gobierno nacional. Era una época en la que la sociedad estaba influida por las representaciones generadas a través de la dicotomía civilización-barbarie y, por ende, lo aborigen era percibido -tanto en nuestro país como en el mundo occidental- como un problema o, en el mejor de los casos, como una etapa primitiva que debía superarse abriendo camino hacia “el progreso”, en lo posible, ilimitado.
La oligarquía nacional, instalada en el gobierno, se esforzaba por fortalecer los mitos de origen en pos de lograr la conformación de una identidad nacional. En tal sentido, los sectores hegemónicos venían redescubriendo la tradición española que habían despreciado durante gran parte del siglo XIX, pero en este caso, la recreaba en su dimensión más conservadora: un pueblo que aceptaba la sumisión a una monarquía y a una iglesia.
La posición económicamente privilegiada de la comunidad española en Argentina, cuyos miembros habían constituido una red de asociaciones asistenciales, financieras, culturales, les dio la posibilidad de conseguir mejoras sustanciales en su actividad, de ocupar puestos políticos secundarios como concejales municipales (dado que la ley electoral así lo permitía) y de lograr cada vez mayor influencia en la toma de decisiones en los gobiernos de turno. Así, la inmigración española ofrecía un campo de desarrollo que podía convertirse, por la acción de la escuela, en el pasado heroico común, que aglutinara un abanico de culturas en una nueva identidad.
El acercamiento entre España y Argentina se produjo también durante el curso de la Primera Guerra Mundial. La neutralidad de ambos países ante la guerra y el recelo frente a la política expansionista norteamericana en el Caribe, hacían coincidir la mirada de las dos naciones y estrechar los históricos lazos.
En este marco, el 4 de octubre de 1917, en su primer mandato presidencial, Hipólito Yrigoyen firmaba el decreto que instituía el 12 de octubre como Fiesta Nacional. Esta decisión se basó en la solicitud elevada por la Asociación Patriótica Española junto a otras instituciones, tanto hispanas como argentinas. Aunque el decreto de Yrigoyen no mencionaba al 12 de octubre como Día de la Raza, así comenzó a denominárselo.
Los considerandos del decreto permiten advertir cómo era concebida la llegada de los españoles a las tierras americanas y cuál era la trascendencia de la intervención de los europeos sobre las sociedades originarias.
Proclamación del 12 de octubre como “Fiesta Nacional” |
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