La revolución desatada en Cuba en 1959 se transformó en una seria amenaza para el capitalismo y los ideales occidentales defendidos por los EE.UU., sus gobernantes sintieron que el enemigo se instalaba cerca de casa. Por tal razón, los países de América Central, importantes geoestratégica y económicamente, estuvieron controlados de cerca por Washington y los gobiernos locales aplicaron fielmente los postulados de la Doctrina de la Seguridad Nacional.
En 1977, fue electo presidente de El Salvador, el General Carlos Humberto Romero, representante del Partido de Conciliación Nacional que gobernaba el país desde 1962 –año en que se había aprobado una Constitución que prohibía las doctrinas anárquicas y contrarias a la democracia-.
Las fuerzas opositoras, que venían organizándose y bregando por mejoras en la calidad de vida de la población y también por el cese de la represión, denunciaron fraude electoral y convocaron a una concentración popular en la plaza principal de San Salvador. Para disolver esta manifestación, las fuerzas de seguridad utilizaron la violencia, dejando como resultado decenas de muertos y desaparecidos. A partir de ese momento, recrudeció una represión inusitada.
Se persiguió a campesinos, obreros, intelectuales y sacerdotes. Integrantes de la Iglesia católica –de gran predicamento en la población- fueron expulsados del país. Algunos de los que pudieron quedarse, manifestaban públicamente su solidaridad y defensa hacia las víctimas de la violencia política y económica. El arzobispo Oscar Romero –asesinado en 1980 por un escuadrón de la muerte formado por civiles y militares de ultraderecha llamado Unión Guerrera Blanca, comandado por el Mayor Roberto d’Abuisson- manifestó en una entrevista que:
“El gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político o elemento subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión en la política de bien común”.
(La Prensa Gráfica, 10 de febrero de 1977 en Brokman, James R. La palabra queda: vida de Monseñor Oscar A. Romero. San Salvador: UCA/Lima, Centro de Estudios y Publicaciones, 1985, p. 13).
Los hechos de violencia eran cometidos por las fuerzas de seguridad y por escuadrones de la muerte. Esta represión era correlato de la situación económica por la que atravesaba gran parte de la población salvadoreña, sumida en la pobreza debido a los altos niveles de endeudamiento externo -EE.UU. había otorgado innumerables préstamos con la finalidad de modernizar la vieja infraestructura del país-, elevados gastos militares -una proporción considerable de su población estaba adscrita a organizaciones militares y paramilitares que proporcionaban apoyo político al régimen- y de armamento y salarios de explotación.
Este plan económico era compartido con Guatemala. Los gastos militares generaban importantes costos sociales: brusco descenso del PBI, marcada desigualdad social, imposibilidad de los campesinos de acceso a la propiedad de la tierra, y no inversión en salud y educación. El país se hallaba inmerso en problemas políticos y económicos que los gobernantes pretendían resolver ayudados por la violencia.
En Guatemala, fueron considerados subversivos también los sectores indígenas de la población, como los quiché. Los militares a cargo del gobierno encontraban vinculaciones entre ellos y los movimientos sociales y, los percibían como una amenaza directa a su posición privilegiada. Es decir, que había temor por a una posible “guerra de castas” que pudiera desatarse. De ahí la ferocidad con la que el Estado guatemalteco respondió ante estos movimientos.
El terrorismo de Estado amparaba el accionar de bandas de paramilitares -Nueva Organización Anticomunista, Mano Blanca- que operaban sin uniforme, en vehículos sin identificar. 450.000 pobres y desprotegidos se vieron obligados a buscar refugio en México.
Desde 1914, los EE.UU. dominaban la región de Panamá donde se halla el canal interoceánico. Esta zona fue incorporada en los años ’60 al plan de erradicación del comunismo en América. Allí instalaron la Escuela de las Américas, en la que se adiestraban militares latinoamericanos para luchar contra el comunismo y mantener un estricto control social. Entre algunos sectores de la población, se fue generando un sentimiento anticolonial y comenzaron a aparecer grupos nacionalistas que bregaban por la devolución de la zona del Canal, la eliminación de bases militares y la implementación de políticas sociales y crecimiento económico. En el año 1979, el Presidente de Panamá Omar Torrijos y el de los EE.UU., Carter firmaron un nuevo tratado, por el cual en 1999, el Canal sería controlado por Panamá.
La derrota de Anastasio Somoza por parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua (1979) dio bríos a los movimientos sociales centroamericanos. En consecuencia, la represión también aumentó, siendo sus destinatarios indígenas, grupos de opositores, sindicalistas, universitarios, periodistas, entre otros.
Según declaraciones oficiales de los integrantes de la Casa Blanca, los combates entre somocistas y sandinistas en la zona fronteriza con Honduras, se trataba de un asunto interno. Pero, en realidad, se encargaron de financiar y brindar apoyo logístico a los contrarrevolucionarios justificando la presencia de gran potencial militar en la necesidad de modernizar el ejército en Honduras debido al incremento del potencial militar de Nicaragua. Esta política recibió franco apoyo de los sectores dominantes hondureños, que consideraban como prioridad destruir a la guerrilla que entorpecía las condiciones para el desarrollo económico centroamericano.