Dirección General de Cultura y Educación

Unitarios y Federales


Desde su juventud, y a pesar de sentirse atraído por las ideas de ciertos defensores del federalismo, como el padre José Antonio Castro Barros, Sarmiento se enroló en las ideas del unitarismo.

Bernardino Rivadavia  Pensaba que: “En el año 1820 se empieza a organizar la sociedad según las nuevas ideas de que se está impregnada, y el movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del gobierno” (Sarmiento, Domingo F. Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Sopena, 1945, p. 145).

Valoraba a Rivadavia y a Las Heras como las personas que habían echado los cimientos de los gobiernos libres sancionando leyes de olvido, de seguridad individual, de respeto a la propiedad, equilibrio de poderes, educación pública. Describió al “unitario tipo” como un hombre que hacía culto de las fórmulas legales, de la constitución, de las garantías individuales; con vestimenta y modales finos; cuya religión era la razón y el porvenir de la República. 

Para Sarmiento, Rivadavia encarnaba el pensamiento de la ciudad y un proyecto superador al de la Francia republicana. Según consideraba, el proyecto iniciado en Mayo de 1810 no podía más que fundarse en las ideas generadas en Europa, de las que se habían impregnado las costas americanas. Sin embargo, consideraba que los pensadores europeos generaron teorías de gobierno absurdas y engañosas que los políticos rioplatenses aplicaron tal cómo eran presentadas, ya que no tenían que saber más que aquellos pensadores.

Si las políticas aplicadas no habían funcionado no era responsabilidad de sus mentores que las habían empleado sin tener en cuenta la realidad de las poblaciones, los territorios, las economías, la cultura de la sociedad, sino que se debía a errores de cálculo de los intelectuales europeos.

Tapa del libro de Sarmiento acerca de los caudillos federales.  Según Sarmiento, había sido Buenos Aires la que se había entregado a la obra de organizarse y también de organizar a la República sin contemporizar con los obstáculos. En este sentido, Rivadavia continuó la obra de Las Heras y fue el representante de la civilización europea en sus más nobles aspiraciones. Trajo sabios europeos que se desempeñaron en el periodismo y en las cátedras, defendió la libertad de cultos,  alentó la instalación de colonias en los desiertos, creó el Banco Nacional y promovió el crédito para impulsar la industria, fundó la Universidad de Buenos Aires.

Todas las producciones rivadavianas permanecieron, salvo -según Domingo Faustino- las que la barbarie se encargó de destruir. Además destacó que, para alcanzar estos logros, Rivadavia no derramó una sola gota de sangre y que descendió de la presidencia sin haberse enriquecido y debiendo marchar al exilio.

Comparó esta situación con los gastos vanos de las guerras fraticidas provocadas por los federales -los veía como a máquinas de guerra- cuyo presupuesto se podría haber invertido en generar importantes adelantos en el país.

Sarmiento caracterizó a los federales como una fuerza bárbara diseminada por toda la República, con cacicazgos que representaban y dividían a las provincias: Quiroga, en La Rioja; López, en Santa Fe; Ramírez, en Entre Ríos; Ibarra, en Santiago del Estero; Aldao, en Mendoza; Rosas, en Buenos Aires.  Los consideraba producto de la masa de la que se servían. Su destino era mandar, dominar, combatir el poder de la ciudad, la partida de la policía. Eran hombres acostumbrados a la vida de a caballo, llena de peligros y de emociones fuertes que habían endurecido su espíritu. Por su carácter instintivo, odiaban las leyes, la justicia y el orden civil; detestaban al hombre educado, al sabio, al que vestía frac, en pocas palabras: a la civilización.

Se asombraba Sarmiento que, hombres con poca instrucción, tuvieran capacidad para evaluar las cuestiones políticas: “¿Pensadores como López, como Ibarra, como Facundo eran los que, con sus estudios históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!... Dejemos esas torpezas a don Juan Manuel de Rosas, que sabe que, clavando a los hombres un trapo colorado en el pecho (hace alusión a la divisa punzó), las cuestiones están resueltas.” (Sarmiento, Domingo F. Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Sopena, 1945, p. 90-91)

Bandera rosista capturada por Domingo Faustino Sarmiento  cuando se desempeñó como boletinero del Ejército Grande. Juan Facundo Quiroga, el tigre de los llanos  Sarmiento vio con buenos ojos la sanción de la libertad de cultos en Buenos Aires porque consideraba que no se trataba sólo de una decisión política sino también económica, ya que se atraería la inmigración y las inversiones.

Relataba que, sin embargo, para las provincias, esta cuestión se tornó en una disputa de “salvación o condenación eterna”, que suscitó que los caudillos que nunca se confesaban, ni concurrían a misa y tampoco rezaban, utilizaran las banderas de la religión para inducir a la muchedumbre a seguir sus pasos, llegando Facundo Quiroga a aparecerse a las puertas de la ciudad de San Juan “con una bandera negra dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: “Religión o muerte” (Sarmiento, Domingo F. Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Sopena, 1945,p.91). Lema que continuarían utilizando los federales hasta la caída de Rosas. Consideraba que “[...] cuanto más bárbaro, y por tanto más religioso, es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse” (Sarmiento, Domingo F. Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Sopena, 1945, p. 92).

Sarmiento decía que como los caudillos eran incapaces de hacerse admirar, preferían ser temidos, produciendo acciones de terror tanto sobre los pueblos como sobre los soldados. El terror era un instrumento que les permitía suplir el patriotismo y la abnegación.

Unitarios y federales encarnaban dos proyectos diferentes de país. Sarmiento acordó con la renuncia de Rivadavia y expresó que: “[...] El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en una proclama, y no hacer el menor esfuerzo por estorbarlo” (p. 95). Por esa razón, cuando tuvo ocasión de influir en las decisiones políticas y militares durante la presidencia de Bartolomé Mitre (1862–1868) y la suya propia (1868–1874), se ocupó de “limpiar” al país de caudillos. Por cierto, se trató de una limpieza brutal y, a veces, sangrienta, tales fueron los casos de Vicente Peñaloza, “El Chacho” de La Rioja; Felipe Varela, heredero del anterior; o Ricardo López Jordán de Entre Ríos, que fue vencido en 1874.

Argentina aún no era un país tal como lo concebimos en la actualidad, se trataba de una sociedad urbana concentrada en algunas ciudades –casi todas las existentes hasta ese momento, dieron nombre a las provincias más antiguas- y una sociedad ruralizada liderada en muchos casos, por estancieros, propietarios de enormes extensiones de tierras cultivables que pronto, ganaron control sobre la administración local y como jefes indiscutibles de las fuertes milicias.

Los caudillos a los que la historiografía ha brindado más espacio compartieron esas características pero otros, como Vicente “Chacho” Peñaloza, era un hombre de campo con todas las características que el poema Martín Fierro de José Hernández atribuye al gaucho. Los invitamos a conocer al “Chacho” a través de la pluma de Sarmiento y de José Hernández, como también acercarse a cómo se produjo el asesinato del caudillo riojano.

El “Chacho”, según Sarmiento (Fragmento)

El “Chaco”, según José Hernández (Fragmento)

Revelación de un crimen (Fragmento)